jueves, 24 de noviembre de 2011

"El error" de Elena de White

En el siguiente capítulo, titulado: "El error de Elena de White", del libro "Si hay apostasía en la iglesia, ¿Debemos abandonar el  barco?" escrito por Ty Gibson, el lector descubrirá cuáles son aquellas actitudes peligrosas al momento de señalar o puntualizar ciertos errores de los que profesan ser el pueblo de Dios. Es importante que el lector preste atención cuidadosa a los siguientes consejos antes de aventurarse a leer o escuchar informaciones provenientes de individuos o grupos disidentes cuyo objetivo es levantar sospecha sobre los que llevan en sus hombros el peso de la obra de Dios. Con esto no intento minimizar la importancia de llamar al pecado por su nombre, sino mostrar la manera incorrecta en que muchos lo hacen.


Capítulo 7
"El error"
de Elena de White
ESTOY SEGURO DE HABER CAPTADO su atención con el título de este capítulo. La sola idea basta para hacer que la sangre del más saludable de los adventistas se coagule. Puedo escuchar el gruñir de algunos defenso-res: "Un momento. Elena de White fue profetisa. ¿Qué se propone al usar la palabra "error" tan cerca de su nombre?"
Antes que su corazón adventista comience a latir peligrosamente rápido, permítame explicarle lo que quiero decir. Pero mejor aún, permitamos que ella nos lo diga:
"Oh, cuánto anhelo que Cristo venga, cuánto anhelo que arregle todas las cosas. Ahora me estoy conven-ciendo de haber cometido un error al especificar algu-nos males que existen en mis hermanos. Muchos están constituidos de tal manera que tomarán estos errores y tratarán tan severamente a quien los cometió, que no tendrá valor ni esperanza de corregirse, y el mal trato de la persona arruinará un alma. Ellos, sabiendo las cosas que yo sé, tratan al que yerra de una manera muy diferente a como yo lo haría. De aquí en adelante debo ser más precavida. No encomendaré a mis hermanos la relación con las almas, si Dios me perdona el asunto en que he errado. Suplico a todos que miren mucho más allá de mí, más allá de las opiniones de hombres finitos y dados a errar, y miren a Jesús. Luche con Dios, hable mucho menos con diferentes personas y ore más... Me
gustaría que tuviéramos mucho más del espíritu de Cristo y muchísimo menos de las opiniones humanas. Si erramos, que sea por el lado de la misericordia y no por el lado de la condenación y el trato duro" (Carta 16-1887; parcialmente publicada en Manuscript Realeases No. 449, págs. 28-30).
Allí está el "error" de Elena de White, admitido por ella misma.
¡Sin embargo tenga cuidado!
No permita que esta cita sacuda su confianza en su don profético. No, ella no se equivocó en su proclama-ción del gran sistema de verdades bíblicas que están encarnadas tan ampliamente en la fe adventista. Y tam-poco se equivocó en la gran riqueza de consejos prácti-cos que entregó a la iglesia. Pero ella tuvo que lamentar "la puntualización de algunos errores" que existían en sus hermanos.
¿Por qué?
No porque su discernimiento acerca de los errores fuera inexacto o imaginario. No porque no hubiera necesidad real de corregir los errores que veía. Sino porque "muchos", no pocos, "están constituidos de tal manera que tomarán estos errores y tratarán tan seve-ramente a quien los cometió que no tendrá valor ni esperanza de corregirse, y el mal trato de esa persona arruinará un alma".
Ella no lamentaba sus esfuerzos para corregir los errores que veía. Pero sí lamentaba la forma en que sus declaraciones encaminadas a corregir podían ser usa-das por otros. Muchos tomarían sus palabras de corrección y las usarían para "tratar severamente al que había errado". "Mal uso" fue la palabra que ella eligió para describir esta trágica forma de manejar sus escritos. Las palabras que ella escribió con un espíritu fueron citadas con un espíritu totalmente diferente. "Sabiendo [los que tergiversan sus palabras] lo que yo
sé -se lamentaba-, tratarán al que yerra en una forma totalmente diferente de lo que yo lo haría". Parecería, entonces, que el uso correcto o erróneo de sus escritos depende del espíritu y el propósito con los cuales se citan. De acuerdo con su propio testimonio, es un mal uso de sus escritos administrar condenación al que yerra citándola a ella.
Al parecer, Elena de White estaba tan frustrada por este mal uso de sus escritos, que se sentía personal-mente responsable por el problema, al grado de confe-sar el error que había cometido y pidió a Dios que la perdonara. Y a partir de esta difícil experiencia, crista-lizó en la mente de Elena de White un principio nacido del cielo: "Si hemos de errar, que sea por el lado de la misericordia y no por el lado de la condenación y el trato duro".
Ella reconoció este principio como la verdadera manifestación del "espíritu de Cristo" y deseaba que nuestro pueblo tuviera "mucho más" de esto.
El profeta Miqueas articuló en una forma muy bella este concepto como un requerimiento básico de Dios:
"Oh, hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios" (Miq. 6:8).
He leído y citado este versículo durante muchos años antes que su significado brillara finalmente en mí. Miqueas está expresando aquí la regla fundamental del trato mutuo, unos con otros.
 Esta regla básica para tratar conmigo es aplicar la justicia: "Hacer justicia". Dios me tiene por res-ponsable ante los más elevados dictados de mi conciencia, a ser conservador en mi responsabili-dad ante él.
 Pero la regla básica para relacionarme con otros es aplicar misericordia: "Amar misericordia". Dios
me pide que ejercite abundante e infinita compa-sión hacia otros; ser liberal en amar, y generoso en perdonar a los que yerran.
Vivir en esta forma es igual a "humillarte ante tu Dios". Pero como seres humanos caídos tendemos a ser egoístas en nuestras percepciones. Hallamos más natu-ral aplicar la norma más estricta de justicia a otros y ser liberal en la misericordia hacia nosotros mismos. Vivir en esta forma es igual a caminar en justicia propia y orgullo delante de Dios. Condenar a otra persona es, en efecto, reclamar inocencia personal. Cuando nos relacionamos con nuestros prójimos con una actitud de juicio, negamos nuestra propia necesidad del perdón de Dios y exigimos su aceptación sobre la base de nuestra justicia personal. Por supuesto, no hay una aceptación tal disponible, porque, en realidad, todos somos tan culpables como los demás. La justicia que pensamos que vemos en nosotros mismos es meramente una ilu-sión auto-inducida, nacida de la condenación hacia otros.
Es inevitable, usted encontrará errores en sus her-manos miembros de la iglesia. Verá fracaso y error en aquellos con quienes comparte el nombre de Cristo. Habrá ocasiones en que sentirá que es necesario hacer algo con el error que nota. Cuando sienta la necesidad de hacerlo, hay una pregunta seria, que escudriña el corazón; me gustaría sugerirle que se la hiciera a sí mismo:
¿Cuál es mi propósito: exponer y condenar al que está errando, o restaurarlo y cubrir una multitud de pecados?
El motivo con que usted emprende la sensible tarea de corregir a otros, moldeará su espíritu cuando ejecute la desagradable tarea. Si su objetivo es ganar y res-taurar, entonces sólo hay un enfoque efectivo. Tomar
este consejo en el corazón:
"El que yerra no puede ser restaurado en otra forma que en el espíritu de humildad, gentileza, y tierno amor" (Testimonies for the Church, tomo 2, pág. 52. La cursiva es nuestra).
"La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados. La revelación de Cristo en nuestro propio carácter tendrá un poder transformador sobre aquellos con quienes nos relacionemos" (El dis-curso maestro de Jesucristo, pág. 109).
El mismo principio se aplica cuando tratamos con la iglesia como un todo:
"No hemos de lanzar rayos y centellas contra la igle-sia militante de Cristo, porque Satanás está haciendo todo lo posible en este aspecto, y vosotros, que preten-déis ser el remanente del pueblo de Dios sería mejor que no fuerais hallados ayudándole, denunciando, acu-sando, y condenando. Procurad restaurar, no derribar, desalentar y destruir" (Review and Herald, tomo 6. pág. 516).
"Que todo aquel que está tratando de vivir una vida cristiana recuerde que la iglesia militante no es la iglesia triunfante. Habrá en la iglesia quienes tengan una mente carnal. Se debe tener compasión de ellos, más que condenarlos. La iglesia no ha de ser juzgada como si sostuviera este tipo de caracteres, aunque se hallen dentro de sus límites... Jesús vio lo bueno y lo malo en las relaciones de la iglesia y dijo: "Dejad crecer junta-mente lo uno y lo otro hasta la siega" (Fundamentals of Christian Education. págs. 294. 295).
"Dios quiere que su pueblo siga otros métodos que el de condenar el error, aun cuando la condenación sea
justa. Él quiere que hagamos algo más que lanzar car-gos sobre nuestros adversarios, que lo único que hacen es alejarlos más y más de la verdad. La obra que Cristo vino a hacer en nuestro mundo no fue erigir barreras y lanzar constantemente sobre la gente el hecho de que han cometido errores.
"El que espera iluminar a la gente engañada debe acercarse a ellos y trabajar por ellos en amor. Debe lle-gar a ser un centro de influencia santa" (Testimonies for the Church, tomo 6, págs. 121, 122).
Si estas citas no parecen asombrosamente apropia-das para nuestro tiempo, entonces alégrese de no estar en una lista equivocada de envíos. El nuestro es un tiempo cuando la condenación se ha convertido en Una obra de arte, bajo la pretensión de defender la verdad. La iglesia confronta actualmente todo un movimiento que reside en la periferia del adventismo y que se espe-cializa en exponer y condenar los errores. Algunos se consideran reprensores profesionales. Desde un punto de vista financiero, puede ser una profesión realmente lucrativa. Como un astuto maestro de este negocio con-fesó con toda la boca a un grupo de colegas en el arte de condenar: "Cuando expongo el error y reprendo a la iglesia, el dinero nos llega en serio. Pero cuando sólo trato de predicar el evangelio, los fondos disminuyen".
Ahora ya sé la forma en que algunas personas res-ponderán a las ideas expresadas en este capítulo. Siempre que hablo de estas cosas alguien está listo para ayudarme a equilibrarme:
"Sí, lo que está diciendo es la verdad... para algunas personas, pero no todos somos iguales, y no todos fui-mos llamados a la misma clase de ministerio. Algunos de nosotros simplemente decimos las cosas como son, "y al que le caiga el guante, que se lo plante". Algunos de nosotros sencillamente no somos gentiles. Hablamos derecho, con franqueza y si usted no puede aguantado,
es su problema. Algunos de nosotros somos como Elías, Juan el Bautista y los reformadores protestantes".
Debo confesar que a mí nunca me ha gustado el cuadro de Juan el Bautista que lo muestra con cabello enmarañado y cejas arqueadas, apretando los dientes con un brazo extendido y señalando con el dedo. Con toda honestidad, me siento feliz de que no haya nada en la Biblia que nos diga que ese arte religioso está inspi-rado por el Espíritu Santo. La Biblia sólo registra las palabras de Juan; nosotros añadimos el tono, la mira-da, la actitud que imaginamos que poseía. Lo mismo es cierto de Elías. Y hasta donde sepamos de los reforma-dores, Elena de White dice esto:
"Los hombres duros y criticones con frecuencia se disculpan o tratan de justificar su falta de cortesía cris-tiana porque algunos de los reformadores obraron con un espíritu tal, y sostienen que la obra que debe hacer-se en este tiempo requiere el mismo espíritu; pero tal no es el caso. Un espíritu sereno y perfectamente contro-lado es el que más conviene en cualquier lugar, aun en la compañía de los más toscos. Un celo furioso no hace bien a nadie. Dios no eligió a los reformadores porque eran hombres apasionados e intolerantes. Los aceptó como eran, a pesar de estos rasgos de carácter; pero les habría impuesto responsabilidades diez veces mayores si hubiesen sido de ánimo humilde, si hubiesen some-tido su espíritu al dominio de la razón" (Joyas de los testimonios, tomo 1, págs. 565, 566).
Si Elena de White misma, mujer dotada con el don profético, se lamentó de haber "especificado algunos errores" que ella vio en sus hermanos, ¿cómo no sentir la necesidad de ser extremadamente cuidadosos al rela-cionarnos con los que yerran? Y si ella estaba frustrada por el mal uso que se les daba a sus escritos para atacar a los que estaban en el error, ¿cómo no debería-mos nosotros ejercer gran precaución en el uso que hagamos de sus palabras hoy?
Es mi oración que decidamos vivir bajo la regla que ella estableció: "Si hemos de errar, que sea por el lado de la misericordia y no por el lado de la condenación y el trato duro".

Descargar el libro : http://iglesiaadventistaagape.org/Documents/Si%20hay%20apostas%C3%ADa%20en%20la%20iglesia,%20%C2%BFDebemos%20abandonar%20el%20Barco.pdf

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